"Fosa" por Kurt Hackbarth
Fosa
Kurt
Hackbarth
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Germán me llama después
de que la primera de las palas toca hueso. No contesto, pero me marca otra vez.
Y otra y otra hasta ganar por desgaste. Levantando el celular a mi oreja
enrojecida, mascullo:
Conforme van saliendo los huesos a la luz, uno de los
técnicos lo inscribe en un registro y le saca la foto mientras que el otro,
limpiándolo cuidadosamente con un cepillito, lo deposita en una bolsa de
plástico que etiqueta con el mismo número de registro. La ayuda la estamos
pagando caro. Por medio de las redes sociales, las familias de esta fosa nos
juntamos para contratar un equipo de especialistas que se encargara de las
exhumaciones y las pruebas correspondientes de ADN. Por más que nos
simpaticemos, por más que nuestras tribulaciones compartidas hayan generado una
empatía de acción rápida entre nosotros, cada uno de los centinelas a lo largo
de la fosa quiere llevar su propio esqueleto íntegro, nada de irse con la taba
de Chana y el rabo de Juana. La ironía, por supuesto, es que si no fuera por
los técnicos, nadie tendría manera de saber si una nuca o un nudillo se hubiera
intercambiado por error o por la picardía póstuma de los muertos mismos; sin
ellos, podríamos incluso darnos al ejercicio, casi juego, de armar nuevos
esqueletos a base de las piezas restantes, creando así un compuesto
extravagante de antecedentes para enriquecer el historial humano. Como con
tantas cosas en esta vida, la presencia de los especialistas ha creado su
propia necesidad.
Hay una pausa mientras Germán hace una pregunta apagada a
alguien. Veo de reojo que el tipo del teléfono, con el aparato en la mano, está
haciendo una negación con la cabeza.
—Germano, estamos en un momento delicado aquí.
—Delicado aquí también, carnal.
—Duelo de delicadeces, entonces.
—Duelo de duelos. Mira, Álvaro: Gil no se encuentra.
—Espérame.
Me está distrayendo alguien más que está hablando por
teléfono al otro extremo de la fosa. Me alejo unos cuantos pasos para escuchar
mejor.
—¿Qué dices?
—Que Gil anda
desaparecido desde hace un par de días, carnal. Nadie quería molestarte antes
de tener certeza de algo, pero ya era hora de que lo supieras.
El sentido metálico de un pico tocando algo duro me
alcanza hasta donde estoy parado.
—¿Dónde pasó? —pregunto.
—Andaba por Guerrero; hasta eso sabemos. Pero tú sabes,
es muy impredecible. Siempre toma una ruta diferente.
—¿Y nadie ha
llamado pidiendo rescate?
—A nosotros, no.
¿A ti?
—No.
—¿Cuándo puedes
venir?
Miro el hueso que va agarrando forma por entre la tierra
removida. Un extremo sigue calzado por la suela de un zapato, como si lo
hubiéramos pillado regresando de un paseo.
—Voy a tardar un tiempecito más. Necesito que hagas las
diligencias para mí, mientras. ¿Puedes hacerme este favor?
—Claro, pero… Álvaro, ¡estamos hablando de tu hijo!
—Y yo estoy
hablando de mi padre. No me puedo ir de aquí hasta que lo vuelva a sepultar.
—¿Hasta que vuelvas a…? Ah, ya.
Me explico. Hace unos tres años, el gobierno español publicó,
con un ligero retraso de dos generaciones, un mapa de las 2,246 fosas inventariadas que contienen
restos de las víctimas de la Guerra Civil. Tan picado era el mapa de sitios que
parecía que el país entero sufría de un brote de viruela psicosomática. Gracias
al sitio proporcionado por el Ministerio de Justicia, fui capaz, desde mi sala en
Cuernavaca, de identificar cuál de las tachuelas apuntaba a mi viejo, también
Álvaro, también Acevedo, una clasificación AA que le brindó la distinción de
encabezar la lista de su respectiva fosa. Llenar los campos solicitados, escoger
de los menús desplegables (“Tipo de intervención: exhumada parcial, exhumada
total, no intervenida”) resultó ser un proceso extrañamente disociativo: como
si, en lugar de rastrear un cadáver, estuviera seleccionado los atributos del
modelo sustituto que prometían enviarme a casa en menos de 72 horas.
Contrario a la
imagen popularizada del apuesto partisano corriendo por un campo con su
carabina a ristre, Álvaro Primero fue un pedagogo calvo, achaparrado y terco
cuyo pecado consistió en fundar una escuela laica en un pueblo donde el cura
era rey. Ahí por la ceja de bosque está el edificio que, según me dicen,
albergó durante dos embriagadores años la escuela, donde los niños imprimían
sus propios libros de texto con la ayuda de una imprenta donada por Célestin
Freinet, con quien mi padre mantenía una cálida relación epistolar hasta el
final. El edificio ahora se encuentra habitado por la tienda donde acabo de
comprar un café de máquina y un croissant antes de regresar a mi puesto de
vigilancia al lado de la fosa. Condenado frío. No ayuda en nada que el poco sol
que resplandece esté tapado por la frondosa copa del olivo al pie del cual los
cuerpos fueron enterrados. En otras circunstancias diría que el árbol, viejo y
eminente y con un tronco rugoso que invita a trepar, es un hermoso
representante de una especie casi desconocida en mi país adoptivo debido a su histórica
prohibición virreinal. Hoy, nada más quiero que alguien lo tale.

Gilberto: veterano e intrépido repartidor de los libros
de texto de la SEP. Tan intrépido –y tan imbécil–, que conforme la
ingobernabilidad ha ido reclamando franjas cada vez más grandes de nuestro
México lindo y querido, él se ha convertido en su chico para todo, su Passepartout, acometiendo en donde los
ángeles temen pisar con silbido y sonrisa. En su afán de dar continuidad tanto
al proyecto de nación vasconceliano como a su invertida manera de entender la
iniciativa educativa de su abuelo, Gil sube a su camioneta para entregar libros
a los pueblos más problemáticos del país, así como para realizar el monitoreo
correspondiente para asegurarse de que sean realmente distribuidos a los
estudiantes en lugar de ser acaparados, vendidos, utilizados para encender la
hoguera que queme a los mismos estudiantes, lo que sea. Así, se encarga no sólo
de viajar a lugares peligrosos sino de ir creando un fondo en constante
crecimiento de enemigos entre presidentes municipales y otros intermediarios
colmilludos de la dosificada benevolencia del Estado. Al hijo güero de un padre
gachupín que sigue ceceando luego de siete décadas, estos viajes le brindan la
oportunidad de ofrecer su cuerpo al altar de Coatlicue en una expiación sin fin
de pecados por los que nosotros hemos sufrido más que nadie; por ende, ninguna
parte de la república le puede ser vedada.
—¡Estás arriesgando tu vida para repartir mentiras!
¡Cajas de mentiras! —le grito con frustrante regularidad.
Y él me pone la cara de circunstancias que reserva para los
anarquistas anacrónicos como yo.
—En cuanto a los textos de historia te lo acepto, papá,
tienen unas mentiras estrafalarias, pero los demás libros tienen una que otra
cosa útil —dice.
—¿Útil para qué? ¿Para formar un rebaño pasivo y crédulo?
¿Para proporcionar la ilusión de que están recibiendo una educación?
—Si no fuera por los textos gratuitos, estos chicos
podrían vivir una vida entera sin que un libro jamás pasara por sus manos.
—¡Mejor! ¡Que hagan sus propios libros de texto a base de
experiencias propias!
—¿Y si no escriben?
—¡Que sus textos sean su entorno, entonces!
Mi reivindicación de la educación natural nunca deja de
provocar un par de ojos en blanco.
—Que te asignen un guardaespaldas por lo menos, alguien
que viaje contigo —prosigo.
—Tú sabes que no hay dinero para eso, viejo.
—Hay cuando se trata de tus cuates en los municipios. Hay
para coches blindados y guaruras con metralletas y todo lo que tú quieras.
—Papá, sólo soy un repartidor de libros. —Me coloca una
mano en la espalda—. Nadie mata por libros.
—En este país de mierda, matan por cualquier cosa.
En ese punto, nuestra conversación decanta siempre en una
u otra versión de nuestro dístico favorito:
—Este país de mierda te aceptó a ti, papá.
—El país que me aceptó murió con el General Cárdenas,
hijo.
Pero por más que Gil crea que su cargo de libros sin
valor (y a la postre, resulta, plagados de errores ortográficos) lo ampare del
interés de cualquier malhechor, yo soy más curtido en batallas. Suscitar el
disgusto de algún funcionario con ganas de lucrar con su mercancía presupone
que llegue a buen puerto. Es, efectivamente, la suerte más optimista de todas.
Pero mucho antes de eso, puede haber sido asaltado en la carretera o atracado
en un retén a manos de delincuentes
vestidos de policías o policías delinquiendo por cuenta propia. Por negarse a pagar
la módica suma indicada –porque así es él–, su camioneta sería requisada y los
libros de texto serían destruidos nada más porque sí, esparcidas las cenizas a
los cuatro vientos. O peor aún, mi ingenuo hijo habría terminado siendo víctima
de toda una serie de posibles montajes: el de la droga sembrada, por ejemplo, o
el del vehículo que no paró en el retén, dejando a las fuerzas del orden sin
otra opción más que abrir fuego. Así las cosas, con mi mente corriendo
febrilmente mientras van sacando huesos y cráneos y la otra suela de zapato de
la caja sorpresa que borbotea frente a nosotros en el suelo, es imposible no
llegar a la conclusión de que hay tantas más cosas que pueden ir mal en el
mundo que cosas que pueden ir bien.
No se puede saber cuánto tiempo hemos permanecido frente
al hoyo; los minutos y las horas se desdibujan, nuestra propia inutilidad ante
los expertos nos convierte en cáscaras. El frío entorpece los sentidos. Alguien
saca un celular para hacer una llamada. Lo miro. Es el mismo hombre que me
distraía antes con su parloteo. Pero no es uno de los nuestros ni uno de los
técnicos. Se ve raro, fuera de contexto, como si acabara de llegar directo del
campo en un día de verano. ¿Quién será, un policía vestido de civil, un mirón
cualquiera, hijo clandestino del cura que acusó a mi padre? Todo es posible.
Deberíamos haber acordonado el lugar.
Una llamada a mi propio celular interrumpe mis
cavilaciones; me vuelvo a alejar para contestar.
—¿Qué noticias, Germano?
—Encontraron una fosa, Álvaro.
—¿Una qué?
—Están apenas excavando, no hay nada definitivo todavía,
nada identificado. No hay que sacar conclusiones precipitadas, digo yo.
—¿Pero dónde la encontraron? ¿Cómo?
—Un campesino topó con el sitio. Vio un árbol extraño,
fue a examinarlo y descubrió la fosa debajo de él.
—¿Un árbol extraño? ¿Qué árbol?

—Pues, justamente, no lo saben. No es un árbol oriundo del
lugar.
—¡Que pregunten a alguien que sepa! ¡Tengo que saber qué
tipo de árbol es!
—Álvaro. —El tono es pedante por culpa de la preocupación—.
Sé que eso ha de estarte destrozando, pero no te distraigas con detalles
irrelevantes. Te estoy diciendo que encontraron una fosa y que es altamente
posible que tu hijo se encuentre ahí.
Entre fosa y fosa, pienso: mi generación no ha sido más
que un fulcro entre fosas.
—¿Álvaro?
—Es un olivo, ¿verdad? ¡Diles que es un maldito olivo!
Doy media vuelta para ver con claridad al tipo del
teléfono; me está mirando directamente a mí.
—Parece que sí
lo es, dicen. ¿Cómo lo sabías?
Dejo caer el teléfono y tomo unos pasos resueltos hacia
el desconocido. Divisándome, se pone a correr en dirección al bosque. Lo
persigo. Es una competencia desigual: soy un viejo con las articulaciones casi
inmovilizadas por el clima; él, además de ser más joven, tiene la ventaja
adicional de conocer un terreno que yo hace una vida dejé de dominar. O acaso
no lo conoce: al adentrarse en la floresta, toma la vereda que desemboca en la
ciénaga y, cuando intenta desandar sus pasos, lo derribo con una fuerza que,
sin lugar a dudas, me duele más a mí que a él.
—¡Es la misma! ¡Es la misma puta fosa, ¿verdad?! —le
grito, sujetándolo al suelo—. ¡Las traslapaste!
El hombre, aterrorizado, aúlla sin palabras hasta que los
demás llegan corriendo para arrancarme de él. Y ahora estoy aquí, en este
hospital anónimo, sedado por medio de una línea intravenosa pero esforzándome
de todos modos en redactar este informe para que quede una constancia que
respalde mis acciones esta tarde. Todos están atribuyendo mi arranque a las
circunstancias atenuantes. Yo tengo más juicio.
La enfermera me informa que tengo un visitante. Le digo
que pase y entra en mi habitación el hombre que derribé, el desconocido del
teléfono. Camina de manera rígida; o le hice daño al derribarlo (lo dudo) o así
es su manera típica de andar. Es como si estuviera cumpliendo con un ritual
arcaico que internalizó a través de la imitación externa. Acerca la única silla
que hay a la cama y se sienta en ella.
—No las traslapé —dice conciso—. Son dos fosas distintas.
—Nada más para que sepas —le digo—, que estoy transcribiendo
todo lo que dices. Quedas sobre aviso.
El hombre arrastra la silla aún más cerca a la cama y me
mira fijamente.
—Pero, ¿cómo me
cree capaz de hacer una cosa así? Hablo de la física, hombre, la pura física.
—No lo sé. No lo
sé. —Escrupulosamente, anoto mi ‘No lo sé’ dos veces en el papel.
—Entiendo que en
un cierto sentido toda muerte es igual, pero…
—No intentes
zafarte por medio de una universalización simplista—lo reprendo—. Estas cosas
no funcionan conmigo.
El hombre parece
derrotado. Se alza de la silla y, sin colocarla de regreso en su lugar, se
dirige hacia la puerta.
—Aunque no lo
crea —dice con la mano en la manilla de la puerta—, lamento mucho su pérdida.
Sus pérdidas.
Muy a mi pesar,
rompo en llanto. Los nuevos movimientos del hombre carecen de rigidez: regresa
hacia mí y, colocándose con delicadez al borde de la cama, me sostiene hasta
que la agudeza de mis plañidos alcance las fosas descubiertas y por descubrir.
Narrador, dramaturgo y traductor, Kurt Hackbarth nació en Connecticut, EUA, en 1974 y, desde 2007, está naturalizado mexicano. En 1996 se tituló summa cum laude en política, filosofía y economía en la Universidad Fairfield. Reside en la ciudad de Oaxaca en donde imparte talleres de literatura y monta obras de teatro. Interrumpimos este programa (Ficticia, 2012) es el título de su primer libro en español.
El Ministerio de Justicia cuelga en Internet el mapa de las fosas de la Guerra Civil
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