Nijinsky bailando a Mallarmé por Enrique Velásquez Escobar
Por Enrique Velásquez Escobar
El Prozac siempre estaba al lado del
estéreo y de sus discos piratas. No recordaba dónde escuchó que la música
tranquiliza a las bestias. Se pasaba muchas horas de la noche escuchando a
Mozart, Bach y Debussy. No sabía gran cosa de música clásica, sólo entendía que
era la mejor del mundo y por eso la había escogido. En muchas ocasiones sus dos
hijas decían con miedo que quitara la música porque querían ver el televisor.
Su esposa le tenía la suficiente paciencia y tolerancia para pedirles a sus
niñas que lo dejaran tranquilo. Era mejor así.
El Prozac se lo recomendaron en las sesiones que tuvo para dejar el alcohol. En varias de las reuniones explicó sus arrebatos de violencia que tenía a menudo contra sus hijas y esposa o con sus hermanas y padres, e incluso gente desconocida. Le recomendaron escribir. Escribió varias hojas, a manera de cartas, detallando los sonidos guturales, el arrojar cosas, los golpes a la pared y contra sus familiares o a él mismo. Todas dirigidas a su esposa. Luego las leía su mujer delante de las demás personas que se reunían en círculo en las sesiones diarias de las nueve de la noche. Fueron varios meses antes de que por fin dejara las botellas. La familia pensó que se calmaría la violencia en casa. Esposa e hijas lo habían abandonado en varias ocasiones. Los ruegos y búsquedas por las casas de familiares y amigos eran exhaustivas. Lloriqueos, caricias, el postergarse ante los pies de su mujer daban resultado. Y es que en verdad eran honestos. Ella lo sabía y bastaba. Sus hijas no. Nada creían. Cómo habrían de creerlo después de una golpiza. Los puños te hacen perder credibilidad y la razón. Las discusiones entre ellas y ante su madre, incluso con sus suegros, para que lo abandonaran no producían nada. Ella sabía que él era honesto. Y bastaba. Está enfermo, decía. Su única excusa y explicación lógica. Tú lavas, planchas y trabajas muy duro todo el tiempo, puedes sola, decían. Y tenían razón. Pero también era verdad que él trabajaba duro durante todo el día y que era realmente sincero.
Esa
noche estaba tranquilo escuchando Preludio
a la siesta de un fauno. No sabía el significado de preludio ni de fauno y
muchos menos que se hizo inspirada por el poema de Mallarmé o de las
ilustraciones que le hizo Manet o la coreografía que realizó Nijinsky. Pero no
importaba. Se sentía tranquilo. Regresó del trabajo. De andar entre la gente y
las calles de la ciudad, subiendo y bajando de los autobuses del transporte
público ofreciendo sus productos a la venta. En esa ocasión vendía dos
lapiceros de distintos colores. Rojo y negro. Atrás del sobre había una leyenda
donde apuntaba el precio de cinco pesos o la voluntad del comprador. Para la
manutención de su familia. Pedía perdón de antemano por la molestia, pero era
mudo y su única manera para conseguir dinero.
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Enrique Velásquez |
En
los últimos días las ventas estaban muy bajas. La desesperación crecía. La
renta se acercaba. Menos gente piden que lave y planche, decía su esposa, no
hay dinero. No hay dinero era la frase con la que salió a la calle en la mañana
y con la que regresó. No comió en todo el día. Su familia no lo sabía. Vente a
cenar, escuchó de la cocina una voz femenina y cansada. Un poco de frijoles con
arroz y chiles en vinagre con tortilla recalentada. A veces el hambre no permite
tomarle sabor a nada. No disfrutó nada. Agua para Nescafé fue el postre. Con
este calor, pensó. Sorbió un poco y sintió asco. Le hizo sudar. Se levantó de
la mesa y fue al sillón usado que le regaló su suegro cuando se casaron. Hacía
más de diez años. Repitió la sinfonía. Ella sabía que estaba enojado, pero no
sabía bien porqué. No le dijo nada y mandó a las niñas a dormir. Las manecillas
del reloj casi llegaban al número once. Ella encendió el televisor que estaba
en la cocina para escuchar el noticiero y le recordó a sus hijas lavarse los
dientes. Mañana hay escuela, dijo. Se lavaron los dientes y se fueron con un “buenas
noches” casi al unísono. Él cerró los ojos, sin dormir. No había nada en la
despensa, lo sabía perfectamente. Ni para el desayuno del día siguiente. La
renta tenía dos meses de retraso. El casero había ido esa mañana para cobrar,
pero su esposa no dijo nada. Él lo sospechaba, era obvio. A mitad de la pieza
de Debussy, como un aullido lejano, escuchó de la televisión del aumento en la
gasolina, del huevo y el tomate.
Repitió
la sinfonía.
Volteó
a ver a su mujer y con una seña rápida y fuerte le pidió apagar el televisor.
Ella dudó un instante y dijo que estaban pasando cosas importantes, que
esperara un momento. Al terminar de hacerlo supo del error que había cometido y
la incertidumbre le llegó a la cabeza como un sonido de oboe de la pieza de
Debussy: hipnotizador y delirante. Él se
puso de pie y sin gestos. Ella de inmediato apagó el televisor. Caminó directo
hacia ella. Debussy armonizaba la escena con flautas. Él se puso frente a ella.
Su esposa apenas le llegaba a la altura del pecho. Había adelgazado estos
últimos meses. Él siempre había sido fuerte y alto, aun sin practicar ningún
ejercicio, sólo el de sobrevivir. ¿Bebiste?, preguntó ella. Él pensó que la
cena había bastado para borrar de su aliento los seis tequilas que le invitó en
la cantina de la parada de autobús el vendedor de periódico de la esquina de su
edificio. Cállate, pensó él, y ella sabía que él pensaba eso. ¿Ya empezaste
otra vez?, dijo, antes de que él empezara a sudar, a cerrar los puños y golpear
la mesa y la tele y sus muslos. Tranquilo, sé que todo está muy difícil ahora,
pero lo podemos hacer, dijo su esposa. Él se echó a llorar. Pero no bebas,
empeoras todo. ¿Tienes Prozac? Ella no sabía que dejó de tomarlo varios meses
atrás. Comprar medicamento es menos indispensable que la comida. Sus ojos se habían
transformado en dos ventanas chispeantes. Se agarraba la cabeza y se sacudía
compulsivamente. Quieres otro Nescafé, el agua aún está caliente, dijo. No
sabía el asco que le causó la primera taza, el odio que sintió al tragar el
agua caliente, la ira que le ocasionó el vapor sobre su rostro con ese maldito
calor que se encerraba en el departamento que no podían pagar de aquel edificio
viejo. La aventó hacia un lado y tiró la jarra del agua sobre ella. ¡Ya!, dijo,
¡tranquilo, me quemas! El ruido despertó a las niñas. Salieron de su recámara.
Al ver a su padre, aventando cosas, emitiendo gruñidos y berridos fortísimos
comenzaron a llorar. Él fue directo a ellas y les hizo la seña de silencio. Las
lágrimas y gritos de ellas eran incontrolables. Las agarró del cabello y las
tiró a la cama. Su esposa se levantó y lo sujetó de la espalda, llorando y
gritándole, ¡bestia, eres bestia! Se dio la vuelta y la volvió a arrojar al
piso. Comenzó a golpear al aire con los puños, sin parar, gruñendo, llorando,
rojo de ira. La niña mayor, de escasos doce años, salió del departamento y
avisó a la vecina de al lado. Abrió la puerta y vio a la niña. Dejó que entrara,
cerró con seguro, y sin pensar y sin asomarse de dónde venían los gritos y el
ruido y los golpes y la música, llamó a la policía. Otros vecinos habían
escuchado pero nadie salió, simplemente aseguraron sus puertas. Sabían que a
menudo esas escenas se repetían en el número cuatro del edificio. La niña
menor, de seis años máximo, lloraba sin parar debajo de la cama del cuarto. La
mujer lloraba y gritaba ¡detente!, mientras escupía sangre. Se había golpeado
contra el piso en la caída. Él se tranquilizó un momento pero sólo para subir
el volumen del estéreo. Inconscientemente sabía que estaba transformando en una
bestia. Recordaba lo que le habían dicho de la música para calmarse. Pero los
impulsos violentos a veces eran incontrolables. El odio que sentía por todo era
mucho mayor que Debussy o Mozart o Beethoven o Bach o cualquier maldito poema. Su
esposa volvió a levantarse e intentó ir al cuarto de su hija. Pero la
interceptó con un puñetazo en la boca. Cayó al piso casi desmayada. Volvió a
emitir gruñidos lastimeros. Se dirigió otra vez hacia su esposa que apenas
estaba consciente, y le dio una patada en el estómago. Tomó un cuchillo. Qué
haces, dijo ella, con la voz casi ahogada, mientras él se hacía cortes en los
brazos y el pecho. Los violines de Debussy sonaban.
Ella, con esfuerzo se levantó y trató de detenerlo. Sabía que podría matarse. Sin embargo, enfureció más, forcejearon, la tiró al sofá que había sido de su padre y le enterró un par veces el cuchillo en el estómago. Ella dejó de llorar, de hacer fuerza con las manos y cerró los ojos. Él comenzó a tirar todas las cosas, las sillas, las mesas, el televisor. La sangre escurría por todo el piso de la sala. Estaba sobre la sangre que había dejado su esposa. Preludio a la siesta de un fauno continuaba, ahora más fuerte que otras noches. Él parecía Nijinsky bailando a Mallarmé sobre sangre fresca. Hasta que volvió a tomar el cuchillo enterrándoselo en su propio abdomen siete veces y caer sin fuerza. La sangre de ambos se mezclaba en el piso.
Todo
estaba en silencio. La niña salió de abajo de la cama. Vio todo revuelto, como
si un huracán hubiera pasado. Nadie fue a ver qué pasó.
Cuando
la policía llegó la hija mayor estaba con la vecina. La más pequeña lloraba,
inconsolable, sobre el pecho de su madre muerta. Él seguía vivo.
Lo
trasladaron al hospital. Estaba muy grave. Ojalá se muera pensó uno de los
paramédicos. Ojalá no se muera y viva con el remordimiento y en la cárcel toda
su vida, pensó otro.
Estuvo
una semana en el hospital en calidad de detenido. Casi revivió, dijeron los
médicos a la prensa. Sus hijas se quedaron con los abuelos maternos.
Pasó
casi un año. Todos en el edificio lograron olvidar esa noche. Después del
asesinato los abuelos se llevaron a las niñas y nunca regresaron No se enteró
que el mudo tuvo tratamiento psicológico. El diagnóstico de los ataques de ira
era inobjetable. Lo trasladaron donde se encontraban los reclusos peligrosos. Los
médicos alegaban que no lo era, que sólo estaba enfermo. Y era verdad. Es muy
tranquilo “el mudo”, decían en la cárcel los demás internos.
Después
de algunos meses lo condenaron a veintidós años de encierro. Los abogados de
oficio argumentaron en su defensa que sufría de una enfermedad psicológica y ataques incontrolables de ira. No sirvió de
mucho. Su propia familia sentía vergüenza de visitarlo. Sabían que siempre
había sido violento. La prensa y la familia de su esposa reclamaban justicia
para que no saliera nunca por el crimen. No lo lograron. Para sus casi treinta
y ocho años que tenía saldría vivo.
Pasaron dos años y
parecía que se había acostumbrado a la cárcel. No le faltaba comida ni ropa.
Pero en verdad le dolía la muerte de su esposa. En verdad la amó. Hubiera preferido
matarse, no haber fallado en el intento.
Al
tercer año ya costuraba balones dentro del reclusorio. Actividades que los
mantiene ocupados y ganan un poco de dinero, decían. El dinero es necesario
tenerlo en todos lados. También en la cárcel. Era mayo. Medio día. El calor era
insoportable. Pinche mudo, ya cállate, ya me tienes hasta la madre, pareces merolico,
dijo un preso. Las risas eran estentóreas. Parecían infinitas. Muchas veces las
carcajadas y las burlas son más crueles y lacerantes que los golpes. A veces ni
el golpe de la humillación le molestaba. A veces bastaba un suspiro para
violentarlo. Dejaron de medicarlo al segundo año de preso. Se dio la vuelta con
el punzón que tenía en las manos que usaba para fabricar balones de cuero. Se
le fue encima al tipo que se burló de él. Pero a éste le dio tiempo hacerse a un
lado y correr al otro extremo. Pero en lugar de seguirlo comenzó a llorar y
patalear. Lanzaba gruñidos y sonidos extraños. Sudaba y daba vueltas viendo a
todos y agarrándose el pelo. Empezó a golpearse en la cara con los puños y contra
la pared. Nadie hacía nada para detenerlo. Sólo eran espectadores de los
violentos choques que le estaban abriendo la frente, hasta que con el punzón,
que aún tenía en la mano, se abrió las cicatrices de las heridas que se hizo la
noche que mató a su esposa. Uno de los prisioneros fue a llamar a los guardias
y no pudo ver cuando se hirió cinco veces el estómago, cómo sus intestinos
salieron de su cuerpo antes de sacarse los ojos y caer al piso casi muerto. Cuando
los guardias llegaron el cuerpo estaba sobre un gran charco de sangre y tenía
dos enormes orificios en el rostro. Eran más negros y profundos de lo que
cualquiera hubiera imaginado. Los ojos
yacían empolvados a escasos centímetros del cuerpo tirado.
Estuvo
hospitalizado siete días. Murió por las heridas en el estómago. Apareció la
noticia en la prensa. Sus padres, sus tres hermanas e hijas fueron al funeral.
Nadie más. Lo enterraron en la fosa común. Sólo las niñas lloraron. En el edificio
nadie leía el periódico y no se enteraron de su muerte.
Enrique Velásquez Escobar (Oaxaca, 1984). Narrador. Ha publicado
en la revista Palabrarte, Cantera Verde y en la revista virtual Salamandra en el número especial 2010, Muestra de literatura oaxaqueña joven
1975-1986. Está incluido en las antologías Hacedores de Palabras, Homenaje a José Emilio Pacheco, 2009; Hebefrenia, 2009; Después del Derrumbe, Narrativa joven de Oaxaca, 2009; en la Cartografía de la literatura oaxaqueña
actual II, 2012; y Asamblea de
Cantera 25 años, 2014. Obtuvo la
beca del PECDA 2010, del FOESCA en el
estado de Oaxaca. Ha participado en diversas ocasiones en el Encuentro
Internacional Hacedores de Palabras. Ha sido jurado
calificador en la disciplina de cuento dentro de la Muestra Cultural, Cívica y
Deportiva del Colegio de Estudios Científicos y Tecnológicos del Estado de
Oaxaca (CECYTE). Ha participado en el Encuentro Interregional de Escritores, en el marco de la
Feria del Libro de Tuxtepec. Tiene un libro de cuentos inédito titulado Momentos para morir de pie. Actualmente
escribe una novela.
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Se saca los ojos y las vísceras
Dom,
08/21/2011 - 23:57
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