El poeta de la radio por Manuel del Callejo
El poeta de la radio
Manuel del Callejo
Todos los días a
medianoche, cuando ya me he cansado de vagar por la casa a pasos cortos y
repetidos, siguiendo una inspiración de pocos centímetros después de la cena,
me acerco a la cama vacía del cuarto vacío en esta casa vacía y enciendo la
radio, costumbre milenaria de unos meses, herencia tardía de mi padre que
creció y durmió con el sonido, y espero ese programa de noche partida, de
música extraña y baja, para escuchar cantar a ese poeta.
Que
es un hombre muy joven, eso me dice su voz de incómodas sinceridades
devastadas: un chiquillo adolescente quizás, un ser apenas notorio que pasa las
tardes abrazando las propias piernas, un lápiz con la punta desgastada que
viaja de los dedos a la boca, y una libreta vieja y arrugada que vacila entre
unas manos que imagino sudorosas. Tal vez como un reflejo o una metáfora: la
anatomía tangencial, la caligrafía delgada de las verdades demasiado grandes.
Tal vez. Me gusta imaginar su cabeza ladeada que mira por la ventana: a través
del vidrio, el escenario gris de Mánchester parece dibujado a trazos de
grafito, la suciedad incrustada inmemorialmente en la transparencia de aquel punto,
el cristal donde a veces el poeta recarga la frente cuando ya no sabe qué
decir, cómo decir eso entre las cejas.
Por
supuesto que todo esto no lo sé a ciencia cierta, pero me cuesta apartar de los
párpados las imágenes que delinea esa voz. Sé que es un hombre muy joven aunque
el tono sea grave y apagado: lo revela el ardor escondido de la poesía y ese
cantar como recitando un salmo tan fácilmente olvidable pero certero, ese
balbucear textos escritos por él mismo en un arrebato de locura y que ahora trata
de hacer pasar por líneas de fuego en nada memorables. El poeta quizás tiene
veintisiete años y su historia sea como a mí me gusta contarla.
Ese
chico siempre ha sido alguien silencioso, uno de esos extraños seres que
prefiere charlar con un libro en algún simple pub antes que mirar a la cara,
rostro con rostro, enfrentados, a otra persona de carne y hueso relativamente igual
que él. A pesar de su edad, ha leído y se ha arrojado demasiado tiempo al error
de nublar su visión y crear mundos ajenos, con los cuales, está seguro, sería
perfecto sustituir el espacio. Tal vez divago, tal vez su piel sea ya la de
todo un hombre y no más la de un joven. El alma del amante, sin embargo, nunca
pierde esa juventud imberbe y estúpida que otorga la capacidad misma para los
amores. Y el poeta es, ante todo, un amante. Y en ese papel de amante, el poeta
(algún nombre tendrá, algún apellido, algún pseudónimo) ha amado o creído amar
a un par de chicas de su antiguo colegio, siempre lejanas, siempre ensoñadas,
siempre imposibilitadas para su deseo sexual. Por eso, y por el mundo de verdad
completo que le han regalado las lecturas, el poeta comenzó a escribir algunas de
las canciones que, estoy segura, no me queda la menor duda, lo convertirán en
una leyenda de los desahuciados dentro de muchos años.

Hablo
de a quien ama el poeta, por supuesto. Un hombre, acaso rudo. Estoy segura de
que es un hombre. Lo sé por aquella canción suya acerca de una luz en los ojos
de alguien que nunca, nunca se va. Es una de mis favoritas, debo decirlo. Siempre
y todos los días espero que la noche se inunde, mi cara ofreciéndole la mejilla
al aparato, con los compases iniciales de esa pieza, la guitarra y la batería
que atacan de pronto. La canción habla a grandes rasgos de dos personas que van
en un automóvil: el copiloto le pide a quien maneja que lo lleve lejos esa
noche. A donde haya música y personas, porque quiere ver vida, le dice. En una
película, los personajes femeninos nunca son quienes conducen, ¿verdad? No
recuerdo una sola escena donde dos personajes hablen de algo importante en un
auto y la amada vaya al volante. Y yo sé de la influencia que el cine ha tenido
en el poeta-cantante. Por eso mi certeza absoluta sobre el sexo de estos seres.
Aunque no sé, tal vez no he entendido en realidad lo que quiere decir esa
canción. Como fuere, verlo de esta forma ha sido válido para mí: le ha dado un
sentido a los sonidos. La canción sigue con el poeta suplicándole a su
compañero que no lo lleve a su propia casa, pues no hay ahí un hogar para él.
Como si hubiera hecho algo indebido, como si no fuera la persona que su familia
quiere ver en su rostro; tal vez como si se hubieran dado cuenta de que ama a
quien no le está permitido. Finalmente, quien canta imagina que al pasar por un
túnel ambos mueren en ese momento en un accidente vial. De alguna forma lo
desea, desea tanto esa muerte: es la única forma que ve para ellos de estar
juntos, de reunir sus dos nombres aunque sea en una lápida, de compartir el
núcleo de un instante que valga la pena. Ya no es una sorpresa para nadie, lo
delata el barrido de sus palabras, que el poeta que canta está enamorado del
conductor. Me es un misterio si el amado corresponde sus sentimientos, si acaso
están juntos. Yo la verdad creo que no es así, y por eso esta posible muerte cobra
un nuevo sentido, aún más macabro y desesperadamente romántico, digno de un
hombre tan solitario como aquél sobre cual hablo.
Pienso
que quizás el poeta ame a un miembro de esa banda con la que ha llegado a
vender miles de discos por el mundo. Al guitarrista, probablemente; a esa
persona a quien conoció en un momento tan inesperado y tan significativo cuando
es visto desde el cómodo asiento de la lejanía. Al menos eso es lo que imagino
mientras observo una y otra vez los carteles con que he tapizado una parcela de
la pared de mi habitación. Esto no me lo dice ninguna pose, ningún ademán,
ninguna mirada comenzada tras esos lentes gruesos que suele usar el poeta: lo
sé de la misma forma en que los religiosos saben algunas cosas acerca de su Dios:
adivinando con los vellos de la piel, guiada por el ritmo. Y es a ese mismo
hombre a quien el poeta-cantante dedica sus letras, es él el deseado conductor
del automóvil en esa canción que me da vueltas y vueltas y que no he escuchado
esta noche. Así, imagino la tensión que debe imperar cada vez que suben juntos
al escenario, el extraño juego de estira y afloja con que llevarán el hacer
música juntos, la humillación que el poeta debe aceptar a cambio de la cercanía
de su musa. Mira, yo sé que me amas, que me deseas, y eso es pobre y patético,
pero dejaré que me comas con los ojos: la mueca de vergüenza será mi venganza. Precio,
costo. Algo así, un pacto así, un pacto siempre es de dos. Porque estoy segura
de que el guitarrista lo sabe: sabe que el poeta delira en silencio por él, y
por eso, con mayor astucia y mayor éxito, se aprovecha de su estado de senil convalecencia.
Ésa es la tragedia que el poeta va por sus discos cantando casi siempre. Un
trueque de caricias es lo que tiene con quien ama, de una tú una yo, de
eyaculaciones interrumpidas y miradas compungidas sobre el cuerpo del otro que
ya ha muerto. Al poeta lo seduce alguien para después despreciarlo, un rostro, luego
de regalarle acaso unos momentos fugaces de placer, sólo los suficientes para
mantener viva la inspiración que les permite escribir sus canciones y comenzar
a tararear el inicio de sus melodías. Lo necesario. Lo potencial.
Pero
en toda ecuación amorosa terminan por faltar los números, por resultar un cero
a una multiplicación entre absolutos, por acabarse el papel, el lápiz, las
opciones. No quiero pensar que al poeta y a su banda se les acaban los dígitos.
No quiero pensar que eso algún día podría hacerlos tomar caminos diferentes,
senderos distintos y enredados. Me duele imaginar al poeta hartándose de la
situación y diciendo basta, aquí acabó todo, yo soy en realidad el dios de este
culto de gafas gruesas y bailes sin mayor movimiento. Y me duele por mí, que es
lo peor, no por él: porque aquel escenario me lleva a preguntarme qué sería de esta
noche amplia sin el poeta de la radio. Yo ya no podría entonces llegar a este
punto: sentarme en la cama a imaginar, a repetirme variando su misma historia
imaginada y aún inconclusa cada día.
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Manuel del Callejo |
Manuel
del Callejo (Oaxaca, 1994). Autor
de la novela Antequera o el paraíso (2013)
y del libro de cuentos Algunas
consideraciones sobre el fuego (Premio “Salvador Dávalos Gallardo” 2013).
Actualmente estudia la licenciatura en Letras Hispánicas en la UNAM.
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http://elpais.com/elpais/2013/11/29/eps/1385728159_791169.html
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